Una democracia sitiada: Feijóo, la exclusión como forma de gobierno y el odio como lenguaje político
Una democracia sitiada: Feijóo, la exclusión como forma de gobierno y el odio como lenguaje político.
La estrategia de Núñez Feijóo no pasa por construir país, sino por deslegitimar al adversario, alimentar la polarización y erosionar los fundamentos de la democracia desde dentro.
Vivimos tiempos en los que el ejercicio de la política ha dejado de basarse en el diálogo, la negociación y el disenso constructivo para convertirse en un espectáculo de demolición moral. En el centro de esta deriva se sitúan líderes que, como Alberto Núñez Feijóo, han optado por reducir su acción política a una negación sistemática del adversario, al uso del desprecio como herramienta discursiva y a la construcción de un relato único que divide la sociedad entre ciudadanos legítimos y enemigos internos. La suya no es una oposición orientada a mejorar el país, sino una estrategia deliberada de desgaste, de bloqueo y de agitación emocional que sitia la democracia desde dentro.
Cuando se asume que existe una única forma correcta de vivir, de pensar, de actuar; cuando se impone una moral homogénea como verdad absoluta —bajo la coacción del chantaje moral y emocional— se están sentando las bases de una sociedad intransigente y excluyente. En este modelo, diseñado en beneficio de unas élites, los afines son elevados a la categoría de buenos ciudadanos, mientras que los discrepantes son estigmatizados como una amenaza. Se ejerce así una violencia moral silenciosa, pero profundamente intimidatoria, destinada a forzar la adhesión al pensamiento oficialmente sancionado, difundido por los medios como si fuera el único legítimo.
Esta violencia simbólica, cada vez más normalizada, no es un fenómeno espontáneo: es promovida desde tribunas de poder que, como la que representa hoy el Partido Popular bajo el liderazgo de Feijóo, no buscan ofrecer una alternativa de país, sino instalar un clima de sospecha permanente sobre la legitimidad del gobierno, de las instituciones y de todo aquello que no se alinee con su visión monocorde de la nación y la sociedad. Esta estrategia empobrece el debate público y lo sustituye por el señalamiento, la deshumanización y el odio.
La muerte de la democracia no suele anunciarse con estruendo; empieza de forma sutil, disfrazada de normalidad, con pequeños gestos que parecen inofensivos, pero que, al ser tolerados o incluso aplaudidos, acaban alimentando una espiral de transgresiones cada vez más graves. El desprecio institucional, el insulto, la mentira como herramienta política y la tergiversación sistemática de los hechos se convierten así en el nuevo estándar comunicativo. Lo importante deja de ser lo que se defiende, y pasa a ser a quién se destruye.
Si es cierto que la violencia limita la democracia, entonces la única manera legítima de contener la violencia es a través de la propia democracia. Por ello, cualquier persona que ostente un cargo público debería ser automáticamente inhabilitada si ejerce o promueve cualquier forma de violencia, sea esta física, verbal o simbólica. La impunidad con la que hoy se difama, se calumnia o se incita al odio desde tribunas políticas no es solo una falta ética: es una amenaza estructural a la convivencia democrática.
Llevamos demasiado tiempo asistiendo a la degradación del debate público, donde la política ha dejado de ser una confrontación de ideas para convertirse en una guerra despiadada contra las personas. ¿En qué momento se perdió la convicción de que lo importante no es quién gobierna, sino con qué propósito se ejerce el poder que conlleva el gobierno? La democracia no puede sostenerse sobre el resentimiento ni sobre el cálculo electoralista permanente. Si Feijóo aspira a gobernar un país, tendrá que demostrar que sabe construir algo más que trincheras.