Por qué el feminismo necesita a los hombres: una igualdad que solo avanza si se camina a dos voces.
Por qué el feminismo necesita a los hombres: una igualdad que solo avanza si se camina a dos voces.
Si el feminismo es la lucha por la igualdad real entre mujeres y hombres, debe interpelar a toda la sociedad. Convertirlo en un proceso unilateral —donde las mujeres empujan y los hombres observan, cuestionan o se parapetan— no solo es injusto: es ineficaz. La igualdad no puede nacer de un monólogo; exige diálogo, responsabilidad compartida y una revisión profunda de la masculinidad. En un momento en que las fuerzas reaccionarias y la extrema derecha atacan conquistas democráticas, excluir a los hombres de la ecuación equivale a ceder terreno a quienes buscan sabotear derechos fundamentales.
El feminismo nació como proyecto universalista, no como identidad cerrada.
Simone de Beauvoir dejó claro que la subordinación de las mujeres no se explica por una “naturaleza” fija, sino por construcciones culturales que involucran a ambos sexos. Si la liberación femenina no contempla la transformación de lo que culturalmente significa “ser hombre”, el sistema patriarcal encuentra formas de reorganizarse y reproducirse. La invitación de Beauvoir es a cambiar las estructuras simbólicas que definen lo masculino y lo femenino: un proyecto colectivo, no solo femenino.
Los hombres implicados aceleran la igualdad.
Los programas que implican a hombres en la corresponsabilidad y la educación en nuevas masculinidades muestran efectos concretos: disminución de la violencia doméstica, incremento de la participación en los cuidados y mejoras en indicadores laborales y familiares. Informes y evaluaciones académicas y de organizaciones internacionales (análisis sobre programas de “engaging men” y el informe State of the World's Fathers) confirman que la participación masculina no es simbólica: es un motor real de cambio social.
La unilateralidad alimenta la reacción política y cultural.
Cuando el feminismo se percibe —o se representa— como un espacio que excluye o señala a “los hombres” en bloque, se crea un vacío emocional que aprovechan discursos reaccionarios. Susan Faludi ya documentó cómo los avances de género generan retrocesos organizados; hoy esos retrocesos se nutren de narrativas que construyen un agravio masculino ficticio y polarizan a la sociedad. Integrar a los hombres en la lucha por la igualdad no es una concesión: es una defensa democrática frente a la instrumentalización política del miedo.
Un feminismo sin hombres pierde influencia social.
Nancy Fraser ha subrayado que los movimientos emancipadores consolidan sus victorias cuando se transforman en proyectos mayoritarios y capaces de incidir en instituciones. Un feminismo que no construye alianzas amplias se queda vulnerable a campañas de descrédito y retrocesos legales y culturales. Para transformar leyes, modelos laborales y redes de cuidado se necesitan acuerdos sociales amplios que incluyan a los hombres como agentes activos.
Liberación compartida.
El feminismo no pide caridad: propone una transformación que libera también a los hombres de mandatos dañinos. Las masculinidades tradicionales imponen aislamiento afectivo, dificultades para pedir ayuda y normas de violencia que lesionan a hombres y mujeres. Pensadoras como bell hooks han mostrado que la entrada de los hombres en prácticas feministas es vital para su propia salud emocional y para relaciones más humanas. El reconocimiento de ese beneficio mutuo debe subrayarse: la igualdad no resta a nadie; humaniza a todas y todos.
Cambiar roles aprendidos exige tiempo y apoyo.
Los hombres fueron educados en un marco patriarcal que separó sendas, funciones y competencias; por eso desaprender y reaprender prácticas de cuidado, organización doméstica y competencias emocionales requiere acompañamiento, práctica repetida y modelos cotidianos. La sociología moral y las teorías del cuidado señalan que la ética del cuidado se aprende con práctica guiada y ejemplos institucionales —no por imposición moral instantánea. Crear condiciones (permisos parentales igualitarios, formación en centros educativos, talleres de masculinidades, redes de paternidad) acelera y hace sostenible ese aprendizaje.
La pedagogía femenina existe y transforma —pero no debe ser una carga obligatoria.
Muchas mujeres enseñan con paciencia y afecto: corrigen sin humillar, proponen sin ridiculizar y celebran pequeños avances; esa “sapiencia didáctica” es un recurso transformador en la vida cotidiana. Pero convertir esa labor en responsabilidad natural y permanente reproduce una nueva forma de desigualdad emocional —lo que trabajos recientes llaman “hermeneutic labor” o carga interpretativa femenina. Por ética y eficacia, la pedagogía íntima debe acompañarse de políticas y de la asunción de responsabilidad individual por parte de los hombres.
Firmeza política y paciencia pedagógica, juntas.
El feminismo necesita firmeza para proteger derechos y avanzar políticas; pero también necesita paciencia pedagógica para que los hombres desaprendan mandatos y aprendan prácticas igualitarias sin humillación. Las mujeres pueden —si así lo desean— acompañar ese proceso con afecto y sabiduría, pero no deben soportarlo como obligación sin reconocimiento. Para que la igualdad sea real y duradera hacen falta tres cosas simultáneas: voluntad individual masculina, pedagogías afectuosas y políticas públicas que normalicen la corresponsabilidad.
La igualdad solo será realidad cuando la construyamos a dos voces: no con confrontación, sino con urgencia democrática, convicción feminista y paciencia transformadora.

